perdónanos nuestras deudas
En la saleta de reminiscencias orientales se percibía un aroma misterioso. Posiblemente una mezcla de perfumes florales. Nadie dudaría en defender la tesis de que alguien pretendiera manipular un gas metal, quizá para aprovecharlo a su manera.
Pero no era el sentido del olfato del acicalado joven visitante el único intrigado. Los zócalos, los cristales emplomados, las luces indirectas y los candelabros rococó orquestaban para la vista un exótico derroche.
Al coger el atractivo adolescente una de las publicaciones depositadas en la mesita de caoba, sonaron los compases de un vals como música de fondo.
El gentil caballero, después de abrir la enrejada puerta del piso y conducir al recién llegado hasta el diván moruno, imploró la venia para ponerse de etiqueta. Hasta ese momento exhibió una bata frailuna, entallada y troncocónica, con el cuello alzado y semicircular.
-Soy Kino -había dicho el jovenzuelo cuando el bujarrón se puso los auriculares.
-Mi nombre de guerra es Afro.
Como en otras colectividades humanas, relampagueaba entre los dos la especial forma de hablar consagrada por la costumbre desde siempre, sin que nadie hasta ahora haya descubierto la razón.
Beatriz, mamá de Kino, de buena familia, había venido a este mundo con un solo fin. Maldecir hasta la saciedad y con todas sus fuerzas al chulo que se buró de ella; desde que la abandonó al saberla encinta no le había vuelto a ver.
Y esa fue la causa de que el hijo común estuviera al tanto de todas las rarezas y crueldades que configuraron el carácter de su progenitor.
Boticario de profesión y claro de mente, Joaquín se casó cuando quiso con su mujer y la abandonó cuando le vino en gana. Era un profesional de prestigio, pero sus aficiones, sus desviaciones y sus apetitos no podían quedar encerrados en el yugo marital por tiempo indefinido.
Un día, en cierta revista de élite, el hijo de Beatriz encontró entre otras ofertas picantes dirigidas a mozos de buen ver, una que se ajustaba a los de una mariposa. Comida, vuelo y reposo.
Ese día Afro le regaló una billetera muy lujosa. Kino estaba encantado. Mamá, como siempre ya acostada, le esperaba en casa con la luz encendida. Estuvo por contarle el título de farmacéutico que, perfectamente enmarcado, había visto aquella tarde, pero se contuvo. Un profesional debe guardar siempre su secreto. Además, la luz se había apagado y no era cosa de estar despertando a nadie.
(para mi papa II)
Pero no era el sentido del olfato del acicalado joven visitante el único intrigado. Los zócalos, los cristales emplomados, las luces indirectas y los candelabros rococó orquestaban para la vista un exótico derroche.
Al coger el atractivo adolescente una de las publicaciones depositadas en la mesita de caoba, sonaron los compases de un vals como música de fondo.
El gentil caballero, después de abrir la enrejada puerta del piso y conducir al recién llegado hasta el diván moruno, imploró la venia para ponerse de etiqueta. Hasta ese momento exhibió una bata frailuna, entallada y troncocónica, con el cuello alzado y semicircular.
-Soy Kino -había dicho el jovenzuelo cuando el bujarrón se puso los auriculares.
-Mi nombre de guerra es Afro.
Como en otras colectividades humanas, relampagueaba entre los dos la especial forma de hablar consagrada por la costumbre desde siempre, sin que nadie hasta ahora haya descubierto la razón.
Beatriz, mamá de Kino, de buena familia, había venido a este mundo con un solo fin. Maldecir hasta la saciedad y con todas sus fuerzas al chulo que se buró de ella; desde que la abandonó al saberla encinta no le había vuelto a ver.
Y esa fue la causa de que el hijo común estuviera al tanto de todas las rarezas y crueldades que configuraron el carácter de su progenitor.
Boticario de profesión y claro de mente, Joaquín se casó cuando quiso con su mujer y la abandonó cuando le vino en gana. Era un profesional de prestigio, pero sus aficiones, sus desviaciones y sus apetitos no podían quedar encerrados en el yugo marital por tiempo indefinido.
Un día, en cierta revista de élite, el hijo de Beatriz encontró entre otras ofertas picantes dirigidas a mozos de buen ver, una que se ajustaba a los de una mariposa. Comida, vuelo y reposo.
Ese día Afro le regaló una billetera muy lujosa. Kino estaba encantado. Mamá, como siempre ya acostada, le esperaba en casa con la luz encendida. Estuvo por contarle el título de farmacéutico que, perfectamente enmarcado, había visto aquella tarde, pero se contuvo. Un profesional debe guardar siempre su secreto. Además, la luz se había apagado y no era cosa de estar despertando a nadie.
(para mi papa II)
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celia -