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Mucho dolofine, mucho polvo. Quizá también mucho caballo. El mantel de hule deja resbalar las lágrimas de rabia, pero no absorbe la tristeza, ni el dolor, ni las miradas perdidas. No recupera el dinero, ni devuelve el éxito. Mil duros para unas gafas nuevas y dos mil para una estancia corta y una gorra, pero poco más. Al final ya no se ve el talego, pero tampoco se vislumbra la luz. Sonreír aunque duela, como dijo el clásico. Esta vez, la música -y la letra- parecen el testamento de un tahúr, el epitafio de un zombi. El alcohol y el tranxilium le han sentado bien a la canción. Las deudas se han olvidado y una ternura adolescente, casi infantil, invade el estudio. Quién lo iba a decir.
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