desayuno con diamantes
Hoy hemos bajado juntos a la cafetería y mi amigo se ha pedido un té y un bollo. A la hora de beber, primero ha abierto la boca, lentamente, hasta situarla a la altura de la taza y, una vez allí, ha conseguido colocar sus labios, como ventosas, como mantas babosas y húmedas, alrededor del borde del recipiente; verle sorber, sonoramente y sin piedad, gran parte de la infusión, me ha parecido algo obsceno y, si me apuran, hasta pornográfico.
Luego, empapar la magdalena en los restos de té ha sido cosa fácil, lo mismo que engullir de una sola vez la pieza de bollería, columpiándola, flácida, entre sus dedos, y dejándola caer a plomo, desde las alturas, sobre su boca abierta.
Creo que habríamos pasado desapercibidos si no fuera por su insistencia en continuar hablando, a gritos, con el camarero y conmigo, mientras, metiéndose prácticamente toda la mano en la boca, trataba de desprender algunos restos de comida que habían quedado adheridos a la parte más recóndita e inaccesible de su accidentado paladar.
Luego, empapar la magdalena en los restos de té ha sido cosa fácil, lo mismo que engullir de una sola vez la pieza de bollería, columpiándola, flácida, entre sus dedos, y dejándola caer a plomo, desde las alturas, sobre su boca abierta.
Creo que habríamos pasado desapercibidos si no fuera por su insistencia en continuar hablando, a gritos, con el camarero y conmigo, mientras, metiéndose prácticamente toda la mano en la boca, trataba de desprender algunos restos de comida que habían quedado adheridos a la parte más recóndita e inaccesible de su accidentado paladar.
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